Hoy sabemos que el monte Everest es el «techo del mundo», la montaña más alta del planeta Tierra, que no hay nada en nuestro mundo que rebase esos 8.848 metros de altura sobre el nivel del mar. Pero hasta mediados del siglo XIX, concretamente hasta el año 1852, la situación era bien distinta.
El Pico XV, como era conocido entonces, había sido avistado por los expertos del Gran Proyecto de Topografía Trigonométrica de la India, impulsado por el gobierno británico colonial para cartografiar el país, pero las reticencias de las autoridades del Nepal para permitir la entrada de los especialistas en su territorio dificultó la tarea. Sin embargo eso no los detuvo, y desde una posición a 150 kilómetros de la montaña, el matemático y topógrafo indio Radhanath Sikdar pudo identificarla como la más alta de la Tierra. Fueron muchas las mediciones efectuadas con teodolitos, muchos los cálculos realizados a partir de los datos obtenidos, pero varios años después del descubrimiento pudo hacerse público.
La carrera británica por conquistarlo
Con el título dado, las grandes potencias mundiales se propusieron llegar a su cima y los británicos, responsables del hallazgo, no quisieron dejar pasar la oportunidad. El coloso llamado Chomolungma o Qomolangma Feng por tibetanos y chinos y Sagarmāthā por nepalíes, consagrado occidentalmente al británico Sir George Everest en 1865 por sus estudios topográficos en la India, unos sesenta años más tarde volvía a tener europeos acercándose a sus faldas.
Era 1921 y el coronel inglés Howard Bury organizaba una primera expedición. El objetivo no era alcanzar su cima, sino estudiar las diferentes posibilidades que facilitaran una ascensión a la cumbre desde el Tíbet. Hallar las rutas más idóneas para conseguir coronar el punto más elevado sobre el mar de nuestro planeta. Aunque la posibilidad de una hipotética ascensión en esa misma empresa nunca se descartó. Sin embargo, solamente encontraron el desgraciado fracaso.
A la primera aproximación le seguiría otra inmediatamente después al año siguiente, con idéntico resultado y apenas recordada por la historia. La que verdaderamente encontraría su hueco en los libros, y daría para ríos de tinta, sería la tercera expedición británica, la protagonizada por George Mallory y Andrew Irvine. Tuvo lugar en 1924, acabó con la vida de los dos ingleses y a día de hoy continúa siendo toda una incógnita. ¿Murieron ascendiendo o descendiendo? ¿Alcanzaron la cima del Everest? Ni el hallazgo del cuerpo de Mallory en 1999 consiguió despejar las dudas.
Tendrían que pasar más de dos décadas y unas cuantas incursiones fallidas de otros países para que se lograse el hito en el año 1953. Nepal comenzó a autorizar expediciones extranjeras por el lado sur unos pocos años antes y se abrían nuevas posibilidades para la conquista del imponente monte. Exploradores varios reconocieron aquella zona, hasta entonces desconocida, y se decidió intentarlo a través de ella.
El 1952 Suiza lo intentó con Raymond Lambert y el sherpa Tenzing Norgay, pero fracasaron. Con la concesión de un permiso para una expedición francesa para dos años más tarde y otra suiza al siguiente, a los británicos solamente les quedaba una oportunidad para conseguir llegar a coronar la cima. 1953 debía ser su año. Así que se le encomendó al militar John Hurt organizar la realización de la empresa con todos los recursos que creyese necesarios.
Edmund Hillary, el primero entre los primeros
Se reunió un equipo de más de cuatrocientas personas (aunque algunas informaciones hablan de hasta ochocientas) entre alpinistas, sherpas y portadores. Se nutrió a la expedición de toda clase de materiales, incluso un cañón militar por si había que provocar una avalancha artificialmente. Y en febrero de aquel año 1953 partió la expedición dispuesta para la conquista desde Inglaterra. Los elegidos para llegar a lo más alto —nunca mejor dicho— fueron dos parejas. La primera formada por Tom Bourdillon y Charles Evans y la segunda por Edmund Hillary, explorador neozelandés, y Tenzing Norgay, el sherpa que con los suizos había estado a punto de alcanzar la cima.
Edmund Hillary, nacido en Auckland, fue durante la Segunda Guerra Mundial un piloto de la Real Fuerza Aérea Neozelandesa. Había sido navegante en un hidroavión PBY Catalina destinado en el Pacífico Sur, Fiyi y las Islas Salomón antes de volver a casa, tras sufrir graves quemaduras tras un accidente en 1945. En el año 1951 había formado parte de otra aventura con el objetivo puesto en el Everest, pero como tantas otras solamente había encontrado el fracasado. Era, entonces, un valor. Al igual que Tenzing.
Dos hombres conocedores de aquel lugar y, sobre todo, conocedores de la derrota. Hillary, especialmente, tenía la fortaleza requerida, la disciplina militar que el coronel al frente exigía y por encima de cualquier cosa tenía el anhelo de coronar aquella cumbre. Y el momento de poder conseguirlo llegó con el retorno al campo base de la primera pareja enviada a coronar la cima, la cual se quedó a tan solo un centenar de metros de ella.
La madrugada del 29 de mayo de 1953 partieron del noveno y último campamento, establecido a 8.504 metros de altura, en el mismo lugar en el que lo habían situado un año antes los suizos. Hillary y Tenzing tuvieron que ascender con más dificultades de las que en un primer momento preveían. A lo obvio, sumaron menos oxígeno del que se había calculado para su tremenda travesía. Se turnaban abriendo el camino, construyendo los escalones de hielo que les permitían una ascensión más segura, sujetando con gran fuerza la cuerda que les aseguraba cierta seguridad ante la posibilidad de una caída y por fin vislumbraron su objetivo. A las 11:30 de aquel día, hora local, Edmund Hillary y Tenzing Norgay eran los primeros hombres en coronar el Everest.
Si hoy en día, con las tecnologías disponibles, una empresa de tal calibre resulta sumamente arriesgada, imaginemos hace más de medio siglo. El secreto para lograrlo no fue otro que una gran planificación, un gran equipo y muchas ganas. Porque por encima de la conducta rígida que imponía el responsable de la expedición, la opinión del equipo coincide en señalar a Hillary como el miembro mejor preparado tanto técnicamente como psicológicamente.
Aunque su hito junto al sherpa Tenzing pudiese pensarse que fue casual, porque podría haberlo llevado a buen término tanto él como cualquier otro de los alpinistas reclutados para la misión, lo cierto es que no es así. Su interés superaba al de prácticamente todos. Su preparación, también. Y su ilusión, más todavía. Tanto es así, que cuando alcanzó la cima junto a su compañero evitó tomarse una fotografía. Realizó tres al sherpa, y declinó que este lo inmortalizase a él, allí arriba, a 8.848 metros de altitud.
Era la humildad de un héroe que desechó la idea de señalar cuál de los dos había puesto el pie primero en la cumbre, responsabilizando de ese acto a la colectividad de la expedición. Era la pasión de un aventurero, de un verdadero explorador, que durante los siguientes años recorrió diferentes partes de la cordillera del Himalaya coronando otros objetivos. E incluso llegó también al Polo Sur, en 1958, formando parte de la Expedición Trans-Antártica de la Commonwealth, tras haber conseguido lo propio Roald Amundsen en 1911 y Robert Scott en 1912. Era la solidaridad de un hombre que dedicó los años que le quedaron en recompensar como pudo al pueblo sherpa nepalí, construyendo a través de una fundación varios centros educativos y sanitarios en sus remotos territorios. En 2006, coincidiendo con el 50 aniversario de la hazaña, Edmund Hillary fue nombrado ciudadano de honor del Nepal. Cinco años más tarde, el 2008, dejaría este mundo que tanto y tan bien conocía tras un ataque al corazón.