Joan Roca de El Celler de Can Roca. Andoni Luis Aduriz de Mugaritz. Massimo Bottura de Osteria Francescana. René Redzepi de Noma. Son cuatro nombres y cuatro restaurantes a los que no hace falta presentar. Cocineros reconocidos internacionalmente y situados en la cumbre de la gastronomía mundial. Y los cuatro tienen algo en común: haber sido discípulos de una u otra manera de Ferran Adrià. Son parte de esos dos millares de profesionales que pasaron por el restaurante entre los restaurantes, elBulli, y que llevaron las ideas de un visionario de la culinaria más allá de los límites de Cala Montjoi.
Cualquiera que se cruzase con él, en uno de los muchos domingos que sale a pasear por las Ramblas de la ciudad de Barcelona, no diría que es quien es. Tiene aspecto de hombre corriente. De la calle. Un vecino más. Quizás el charcutero de la esquina, el quiosquero que nos vende el periódico por las mañanas o el conductor del autobús que nos lleva hasta la oficina. Una persona sencilla y honesta. Llana. Como puede serlo el que lee y el que escribe. Lo que se diría alguien «normal». Pero no es tan normal, afortunadamente para todos. Nació en Hospitalet de Llobregat, Barcelona, en el barrio obrero dedicado a la patrona de la localidad, Santa Eulalia. Una zona humilde, corriente. Donde vivían trabajadores de las industrias que fueron surgiendo en la zona desde finales del siglo XIX. Aunque su padre no trabajó en ella; era estucador. Ni su madre, que fue peluquera.
De friegaplatos en Castelldefels a pinche de un desconocido elBulli
Ferran no parecía ir encaminado a ningún futuro en concreto, aunque en su más tierna juventud tenía planeado seguir estudiando. Pero no. Superó los estudios básicos en Barcelona, donde asistía a clases, y cuando rondaba la mayoría de edad dejó abandonados los libros. Nunca pisó una universidad. En aquel momento, para costearse un viaje a la isla de Ibiza, buscó trabajo y lo encontró de friegaplatos en un pequeño establecimiento hotelero de Castelldefels. Aquella tarea, tratando de limpiar la vajilla con presteza y eficacia para que el equipo de cocina pudiese dar de comer, fue su primer contacto con los fogones.
Consiguió viajar a la más grande las Pitiusas y de nuevo recaló en el sector de la restauración. Y volvió a Barcelona. Y más de lo mismo. Hasta que llegó el momento de cumplir con el servicio militar. Lo que para más de uno era un trauma, un gran hándicap que suponía dividir en dos la juventud y renunciar a mucho, para él podría decirse que fue un paso más hacia adelante: entró a formar parte del equipo de cocina del Capitán General. La circunstancia le valió para tomar experiencia con las sartenes y las cacerolas e ir encaminándose hacia su futuro. Un recluta, en el verano de 1983, le sugirió que pasase su mes de servicio echando una mano en un restaurante catalán situado en Rosas, uno llamado elBulli. Jamás había escuchado hablar de él, pero allí fue.
Charles Haynes editada con licencia CC BY-SA 2.0Su breve estadía en el restaurante resultó satisfactoria, tanto él como los responsables del establecimiento quedaron contentos, y se apalabró su entrada en plantilla para el año siguiente. Terminó la mili, pasó fugazmente por un restaurante sevillano y tal y como se había convenido, entró al restaurante de Rosas en marzo de 1984 como jefe de partida. Por entonces, el restaurante tenía como jefe de cocina a Jean-Paul Vinay y ostentaba dos estrellas Michelin, la primera conseguida bajo la dirección gastronómica de Jean-Louis Neichel y la segunda ya con Vinay.
Y apenas unos meses más tarde, en agosto, el chef francés comunicaba su marcha inminente. Una sorpresa para todos. La cocina, en esas circunstancias, tuvo que reorganizarse. Y la batuta, naturalmente, tuvo que buscar nuevas manos. Fueron las de Ferran Adrià y Christian Lutaud, otro de sus compañeros, que comenzaron como jefes de cocina en octubre de 1984. Ferran, por entonces, apenas superaba la veintena.
Comienza la era Adrià en elBulli y se fragua el genio
Aquella gran responsabilidad sobrevenida y gustosamente aceptada, porque ambos habían tenido la oportunidad de marcharse poco antes a un nuevo proyecto en la Ciudad Condal y no lo hicieron, llegó en un momento perfecto para tomar con fuerza las riendas. Octubre, noviembre, diciembre y enero, los meses que tenían por delante, eran de poco trabajo en el restaurante y les iban a permitir organizarse a su manera, planificar su cocina y, sobre todo, conocer otras de las que aprender y tomar ideas. Dentro de sus posibilidades económicas así lo hicieron, y los fines de semana, cuando libraban, mano a mano viajaban por varios puntos de España y Francia en busca de nuevas visiones gastronómicas. Con uno de esos viajes, concretamente el realizado al madrileño restaurante Currito, surgió de hecho uno de los platos más emblemáticos del establecimiento. Comer una perdiz en escabeche, entera, como se servía entonces, les dio la idea de su conocido pichón de perdiz deshuesado en escabeche.
De sus excursiones sacaron más ideas, se inspiraron, recrearon… hasta que en 1987, cuando su compañero Christian Lutaud dejaba elBulli y él se convertía en único responsable, tuvo la revelación que detonaría la bestia creativa llamada Adrià. Visitando la Costa Azul francesa, en una tertulia tras una demostración culinaria, un asistente preguntó al prestigioso cocinero francés Jacques Maximin qué era la creatividad. El chef francés, quien para el de Hospitalet es el cocinero «más genial» de las últimas cinco décadas, contestó:
Creatividad es no copiar.
Aquella contundente frase le haría abrir los ojos y replantear su actitud a la hora de cocinar. Iba a renunciar a recrear o inspirarse en otros. Abandonaría seguir tendencias o replantear platos. Con firme voluntad ahondaría en su capacidad natural de cuestionárselo todo y crearía, ni más ni menos, al margen de convencionalismos. Era 1987 y comenzaba elBulli que ahora todos conocemos. El proceso creativo comenzaba cuando llegaba el cierre invernal, cuando mantener un restaurante de esa clase era perder dinero dada la escasa afluencia de público. Cinco meses de cierre, que después se ampliarían a seis, que pese a ser al principio una cuestión de necesidad pronto se convirtió en el necesario parón para renacer cada nueva temporada. El periodo en el que se creaban los nuevos platos, en el que la creatividad desbordaba, en el que se lograba mantener el nivel de creación que desde entonces caracterizó a la casa de Cala Montjoi.
El descubrimiento de la vanguardia y la consolidación
Y llega la década de los noventa, y más concretamente el año 1990, y Ferran Adrià conoce la vanguardia. Metido de lleno en los circuitos gastronómicos y creativos internacionales, más allá de interesarse por la guía Michelin, la guía Gault & Millau comienza a llamarle la atención. Sus fundadores son parte de los responsables del triunfo de la nouvelle cuisine y son plenamente conocedores de los movimientos vanguardistas culinarios.
A través de ellos conoce a los máximos estandartes de este movimiento en el momento, Pierre Gagnaire y Michel Bras, y de nuevo la manera de entender la cocina cambia, da un brinco. Evoluciona. Al ánimo creativo se le suma el ánimo plenamente innovador. El «Todo es posible» que atribuyen al primero y la cocina de la pureza que practica el segundo. Ese momento termina de prender la mecha y hacer estallar la imaginación. Se evoluciona del estilo basado en lo local que practicaba hasta entonces y comienza con uno sin raíces, tremendamente audaz y clarividente.
Heather Sperling editada con licencia CC BY 2.0Es ese mismo año cuando el restaurante recupera la segunda estrella Michelin, que ya había lucido la década anterior. Cuando Juli Soler, el eterno director de sala y socio inseparable de Adrià, recibe el premio al mejor en su cargo de manos de la Academia Nacional de Gastronomía. Y cuando ambos se quedan en propiedad elBulli, teniendo completa vía libre para dirigirlo a todos los niveles. Dos años más tarde, la misma institución académica que había premiado a Soler, reconocería al chef como el mejor jefe de cocina. Desde entonces ya nada iba a ser igual y elBulli inició una evolución constante tanto conceptual como física.
Se remodelaron instalaciones. Se construyó un aparcamiento para los clientes en la misma parcela. Se adaptó un jardín circundante al paraje natural en el que se encuentra el restaurante, cabo de Creus. Se hizo una terraza. Y finalmente una nueva cocina. Un espacio de más de trescientos metros cuadrados que empleaba materiales inéditos hasta el momento, esculturas del artista Xavier Medina Campeny y, sobre todo, brindaba a Ferran Adrià y su equipo un espacio en el que trabajar cómodamente, sin impedimentos ningún tipo. Una cocina en la que llevar a cabo cualquier empresa que se propusiesen sin tener que renunciar a nada, sin ninguna clase de limitación. Era el 1993 y ese mismo año el cocinero publicaba su primer libro: El Bulli. El sabor del Mediterráneo.
Ferran Adrià, la estrella más allá de la cocina
Imparable, en 1994 da forma al concepto del equipo creativo, la que llamaron partida de desarrollo y que se encargaba de dar forma a ideas que más tarde podían convertirse en platos. Ese mismo año, nace su culinaria técnico-conceptual, es el momento en el que se dan cuenta que más allá de mezclar materias primas y hacer variaciones de técnicas ya existentes, deben crear nuevas, partir de cero. De ahí nacieron las espumas que tanto se replicaron después, los helados salados, la nueva caramelización o las nuevas pastas.
Al año siguiente, la primera edición de la guía Lo mejor de la gastronomía otorgaba un 9,75 sobre 10 a elBulli, la mayor puntuación dada hasta el día de hoy. El prontuario galo en el que tanto había reparado Adrià y su equipo, Gault & Millau, les daba una puntuación de 19 que situaba al restaurante al nivel de grandes casas francesas. Un primer reconocimiento internacional, además, a la gastronomía que estaba despertando en España. En 1996, el afamadísimo cocinero francés Joël Robuchon, chef del restaurante parisino Jamin, afirmó con rotundidad que Ferran Adrià era su heredero y el mejor cocinero del mundo. Al año siguiente, en el 1997, la guía Michelin refrendó a su manera aquel vaticinio con la tercera estrella, que por entonces, en España, solamente lucían Arzak y El Racó de Can Fabes.
En 1999 El País Semanal, el dominical del periódico del grupo PRISA, le dedicó su portada coronándolo, también, como «mejor cocinero del mundo». En 2002 elBulli sería nombrado mejor restaurante del mundo por la lista The World’s 50 Best Restaurants, entonces confeccionada por la revista Restaurant, reconocimiento que se repetiría en 2006, 2007, 2008 y 2009. Ferran Adrià comenzó a dar entrevistas por todo el mundo, apareció en periódicos como The New York Times o Le Monde, Time lo situó como una de las cien personas más influyentes del planeta en todos los ámbitos y la proyección pública tanto de su figura como de su restaurante se disparó todo lo que podía dispararse a lo largo de los siguientes años. Hasta que dijo basta.
Edsel Little editada con licencia CC BY-SA 2.0Un viernes 20 de noviembre de 2009 se dio cuenta que no era feliz. Recorriendo los kilómetros que separan Barcelona —donde vivía y vive— de Cala Montjoi, Adrià vio que la fulgurante popularidad de su obra lo estaba anulando. Habían creado algo que cuanto más crecía más los agotaba. Era el momento de detenerse, de pensar, de replantearse la situación y saber dirigirse hacia el camino correcto. Con su gente más cercana tomó la decisión de hacer mutar elBulli y transformarlo. Que todo lo que habían hecho en él, todo lo conseguido, no llegase a perderse. ¿Qué podía hacer posible todo eso? Una fundación. Un ente dedicado a la sociedad. Una institución capaz de reunir la sapiencia de todos estos años, desde el 1987 que empezaron a crear hasta el momento del fin. Pocas semanas después, en Madrid, el 26 de enero de 2010, el mismo Adrià anunciaba el fin de elBulli tal y como lo conocíamos. En julio del 2011 cerrarían la puerta, apagarían los fuegos de la cocina y echaría a andar un nuevo proyecto. Era el principio del fin del restaurante y el inicio de elBullifoundation a la que ahora dedica prácticamente todo su tiempo el cocinero.
El legado eterno de Adrià
Por un lado va a crearse en el lugar que ocupaba el restaurante lo que han acertado en llamar elBulli1846, un espacio que a finales de este 2016 se convertirá en una suerte de museo vivo, en el que un equipo de veinte personas trabajará durante seis meses al año en creatividad aplicada al mundo gastronómico. Un lugar en el que se experimentará sobre la culinaria a todos los niveles, mediante performances, exposiciones o incluso impartición de másteres. Allí, también, se conservará la esencia del viejo elBulli mediante elBulli DNA, donde el equipo creativo seguirá creando cocina junto a expertos en otras materias, y se mantendrá viva la esencia de los 1846 platos que crearon; de ahí viene el nombre.
Por otro, en Barcelona, la fundación tiene ya en marcha elBulliLab, un lugar que lleva por lema «comer conocimiento para alimentar la creatividad». En él unas setenta personas mediante la metodología conocida como «Sapiens» estudian los procesos que intervienen en la cocina y la gastronomía, desde el proceso creativo que crea una receta a partir de productos que se cultivan en el campo o pescados que crecen en el mar, hasta el proceso experiencial, en el que un comensal disfruta del plato en la mesa. Y por último, el verdadero regalo a la sociedad, Bullipedia. Un proyecto que pretende abrir a todos la infinita base de datos que se ha conformado con el conocimiento culinario que ha acumulado Ferran Adrià a lo largo de estos años. El legado convertido en universal y eterno.
Talento innato, arduo trabajo, imaginación desbocada, cuestionamientos absolutos, virtuoso visionario… más allá de ser un cocinero, un chef, el de Hospitalet es todo lo anterior y mucho más. Fue el primero, al que todos siguieron. Fue quien puso patas arriba la gastronomía y le volvió a dar forma para devolverla nueva y reluciente. Fue quien se atrevió, quien sin conocimientos adquiridos en un aula revolucionó el planeta. Fue Ferran Adrià. Sencillamente un genio. Y sobran las palabras.