Uno piensa en un concertista de piano, en uno de los más renombrados actualmente, y a la cabeza le vendrá con toda probabilidad cierta imagen. Un hombre más o menos serio, probablemente vestido con un elegante frac de inmaculado color negro, con un piano de cola a la espalda. Probablemente, la imagen de ese músico, se encamarará dentro de un auditorio repleto de público, en sepulcral silencio, dispuesto a escuchar sus notas. Pero si en quien pensamos es en James Rhodes, debemos hacer añicos todos estos estereotipos, tirarlos a una papelera, prenderle fuego y lanzarla al mar. Porque para este londinense entrado en la cuarentena la vida nunca ha sido como cabría esperar.
Nacido en una familia de bien, de esas que podríamos calificar como acomodadas, no tuvo la existencia infantil más que sencilla que por estatus le hubiese correspondido disfrutar. Cuando solamente tenía seis años, cuando no era más que un niño sin apenas conciencia de sí mismo, un profesor de gimnasia abusó de él. O más que abusar, lo violó. Lo convirtió en un muñeco del que disponer a su antojo. No una vez. No dos veces. Ni tres. Durante todo un lustro, cinco años en los que con una cadencia constante la violencia sexual se sucedía.
La salvación de Bach
Una vivencia tan sumamente estremecedora, horrible y traumática, que tantísima huella dejaría en un adulto que la sufriese, en un niño multiplica desgraciada y fatalmente su impacto. En un artículo que firmó en 2012 en The Telegraph, Rhodes recuerda de qué manera cada una de las violaciones que sufría le restaban entidad, cómo iban dejando atrás una parte de sí para reducirlo a prácticamente nada real ni tangible. A solamente un cuerpo compuesto por carne y huesos, sin consciencia. Son palabras duras, fuertes, que solamente reflejan una mínima parte del sufrimiento. La única salida que encontró, mientras los tormentos no dejaban de tener lugar, fue la música, con el poder curativo que no duda en atribuirle, y Johann Sebastian Bach.
Con siete años, cuando ya se encontraba desposeído de todo atisbo humano y no era más que, según sus propias palabras «un psicópata en miniatura», su escape fue un casete. Una grabación en directo de la chacona de la Partita para violín solo n.º 2, BWV 1004 del compositor alemán, el segundo movimiento, a manos de Ferruccio Busoni. Aquellas notas, suele afirmar con vehemencia, le salvaron la vida y marcaron la senda que algún día iba a transitar, la de la música. Un camino, a la postre, nada fácil. En el mismo texto publicado en el periódico británico justificaba, como si hiciese falta, lo que le sobrevino de adulto con una semejanza sumamente ilustrativa:
Lo que estoy diciendo es que si vivir la vida es lo equivalente a correr una maratón, el abuso sexual en la infancia tiene el efecto de la eliminación de una pierna y la adición de una mochila con ladrillos en la línea de salida.
Porque tras haber dejado atrás los abusos, Rhodes se sumó en una deriva vital que lo llevó a las autolesiones, la depresión, el abuso de drogas, de alcohol, de la cirugía reparadora, al trastorno obsesivo compulsivo, a la disociación, a las alucinaciones, la incapacidad de mantener relaciones o la hipervigilancia. Trastorno propios de un estrés postraumático, una especie de «síntomas», como él los llama a falta de una palabra más idónea, del «abuso sexual crónico». Afortunadamente puedo ser tratado, llegando a ser incluso internado a la fuerza en una institución psiquiátrica, y ahora no es una persona distinta, pero sí ha podido superar en cierto modo todo aquello.
El relato del horror
Su estremecedor relato se encuentra escrito negro sobre blanco en el libro autobiográfico Instrumental: Memorias de música, medicina y locura, que ha sido publicado en España por la editorial Blackie Book, y que por poco no vio la luz en su edición original. La exmujer de Rhodes quiso impedir en los tribunales que la obra, en la que se narran descarnadamente los episodios vividos en aquellos cinco años, se publicase. ¿La razón? El supuesto daño psicológico que podía causar en el hijo que ambos tienen. Un intento absurdo de callarlo como las amenazas de su agresor lo mantuvieron en silencio durante treinta años.
rdhs100 editada con licencia CC BYEn primera instancia, el primer fallo judicial se decantó por las razones del artista y la editorial que pretendía publicarlo. Tras este, una apelación de su expareja hizo que la balanza se decantase esta vez al otro lado para que, finalmente, la Corte Suprema del Reino Unido tuviese que decidir. El fin del largo proceso judicial, en el que recibió el apoyo de amigos tan populares como Benedict Cumberbacht o Stephen Fry y en el que casi pierde la casa por el coste de la defensa, culminó con el veredicto del juez Lord Toulson:
Alguien que ha sufrido lo que él ha sufrido, y que ha luchado tanto contra las consecuencias de su sufrimiento, tiene derecho a contárselo al mundo. Por eso permitimos la publicación de este libro.
El éxito como músico
Su vida en la actualidad está dedicada la música a la que decidió dedicarse en pleno martirio. Tras ser un hombre de negocios de la City de Londres durante una década, comprobando que su lugar no se encontraba allí, se propuso ser agente de músicos. Se preparó, viajó hasta Italia para entrevistarse y aprender el oficio de mano del mejor entre los mejores, Franco Panozzo, y las partituras se le posaron ante los ojos. Él, que por su afición y vía de escape había aprendido a tocar el piano de forma cuasi autodidacta, comenzó a tocar. Lo demás, es historia.
Zoe Caldwell editada con licencia CC BY-SA 3.0Con un aspecto más propio de un músico indie llamado a participar en el Sonorama, el Primavera o el Low, viaja alrededor del globo siendo uno de los más grandes concertistas de piano contemporáneos. Al escenario se sube con deportivas, unos vaqueros, una camiseta con cualquier motivo y sus gafas de pasta. Sobre el piano, en el atril en el que reposarían grandes encuadernaciones con partituras, descansa su iPad con esas mismas obras musicales en formato digital. Ha sido el primer intérprete de música clásica en firmar un contrato con la discográfica Warner para la grabación de seis álbumes y su éxito es inaudito. Sus discos copan los tops. Nunca la clásica, en nuestros tiempos, había llegado a tales niveles.
Su estilo desenfadado, el diálogo natural y nutrido de tacos que establece con el público en sus recitales, mientras explica los temas que va ejecutar o los autores que interpreta, le han valido destacar en un mundo, el de la música culta, repleto de formas que durante décadas se han mantenido invariables. Así ha conseguido salir de las salas de concierto para trasladarse a festivales y difundir su música también al lado de grupos como The National o Florence + the Machine. Y como todos los virtuosos, especialmente los musicales, James Rhodes no deja de ser un mortal. Con sus miserias, problemas, locuras o tormentos. Con sus virtudes, éxitos, genialidades o alegrías.
Y no deja de ser un genio.