A los pies del puerto de Somport, en el valle del Aragón, el municipio oscense de Canfranc despunta en la historia. Desde su fundación en el siglo XI, en plena ruta hacia Francia, su devenir se ha visto marcado por la condición de fronterizo. Tanto a nivel económico o social, como incluso histórico. El coronel galo Leonard Morin por ejemplo, mando del ejército napoleónico durante la Guerra de Independencia, recuerda en sus memorias la peligrosidad del puerto que tuvieron que atravesar para llegar a España y la resistencia que encontraron al otro lado, en esa misma población.
Sin embargo, la importancia histórica del enclave no llega hasta unos cuantos años más tarde, a mediados del siglo XX, con la puesta en funcionamiento de su estación de tren. Francia y España, en torno al 1900, mostraron una firme voluntad de unirse mediante una línea férrea que atravesase el Pirineo. Se firmaron varios acuerdos, se convinieron conjuntamente los pasos a seguir y, en 1923, tras la construcción del túnel bajo Somport, comenzó a levantarse la Estación Internacional de Canfranc. El imponente edificio quedó inaugurado tras cinco años de obras en julio de 1928, con la presencia de Alfonso XIII, rey de España, y Gaston Doumergue, presidente de la República Francesa.
Apenas una década después, con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, alcanzaría su mayor prominencia. La estación, punto neurálgico de las comunicaciones entre la península y la Europa central, se tornó en uno de los puntos más calientes durante la contienda. Aunque también más desapercibidos. No por batallas, ni por bombardeos, ni por ningún conflicto tangible, sino por el nido de espías en el que se convirtió con la creación de la red de espionaje 23.031.
Los espías aliados y Canfranc
Creada tras la rendición de Francia ante la Alemania nazi de Hitler por tres franceses excombatientes de la Primera Guerra Mundial y habitantes de San Sebastián, Robert Paloc, André Nodon y Jean André Richard, la red estuvo conformada por una treintena de individuos de toda condición social e ideológica. Vascos, aragoneses y franceses, hombres y mujeres, de izquierda y de derechas, religiosos y ateos. Todos puestos al servicio del Gobierno británico sin otra mayor pretensión que acabar con los nazis y conseguir la liberación de sus pueblos.
Entre sus integrantes, entre los artífices de la 23.031 destacaba especialmente uno: Jean André Richard, enólogo de las bodegas Marqués de Riscal. Pese a tener fijada su residencia en la capital guipuzcoana, cada día iba y venía de la histórica bodega riojana de Elciego, a la que no se sabe muy bien cómo llegó, al mismo tiempo que compaginaba su labor como espía para los británicos.
Recababa información de los agentes franceses y españoles desplegados a uno y otro lado de la frontera. Informes sobre el movimiento de tropas nazis en la Francia ocupada, a través de su sobrino Juan Astier Echave, oficial aduanero en la estación de Canfranc, o sobre el potencial del ejército español en caso de tomar un papel activo en la guerra, a través de los espías dispuestos en ciudades como Logroño, Vitoria o Zaragoza. Todos los datos, recogidos por él y el resto de cabecillas, se hacían llegar puntualmente cada lunes al cónsul británico en Donostia, conocido como Cabeza de ajo, y este los hacía llegar a través de valija diplomática a la embajada en Madrid. De allí, la información llegaba a Londres y los aliados.
El injusto olvido de Richard
La labor de Richard y el resto de espías terminó abruptamente en 1942, cuando la policía española interceptó una comunicación y uno a uno fueron cayendo todos. Los detenidos tuvieron la enorme fortuna de esquivar los tribunales nazis, que eran sinónimo de condena a muerte, y fueron juzgados por el Tribunal Especial contra el Espionaje del régimen franquista a finales de 1943, en la ciudad de Madrid.
Todos fueron condenados, con penas que oscilaban entre los tres y los cinco años, y algunos como el enólogo fueron directos al presidio por su osada valentía ante los magistrados. El periodista oscense Ramón Javier Campo, autor del libro que narra con maravillosa prosa toda esta historia, La estación espía. Las claves de la derrota de los nazis en los Pirineos, cuenta que no había necesitado defensa, sus palabras en el juicio bastaron para condenarlo:
Yo no quiero ser alemanizado, igual que ustedes no quisieron ser afrancesados en 1812.
Los dueños de Marqués de Riscal, incluso antes de celebrarse la vista y mientras estaba en la cárcel, se da por hecho que intercedieron por el elaborador de vinos convertido en espía en las más altas instancias. Con el pretexto de problemas en las cosechas que solamente él podía resolver solicitaron su liberación, pero no hubo manera.
Tras cumplir la pena, Jean André Richard quedó en libertad y se incorporó de nuevo a Riscal, pero por culpa de diversas enfermedades contraídas en su encierro, murió apenas tres años más tarde. Al contrario que otros de los agentes de la red de espionaje, que recibieron el reconocimiento del gobierno francés una vez liberado el país, quedó con las manos vacías, aunque ya no pudiese verlo.
Descendientes como Emilio Astier, nieto del sobrino aduanero del cabecilla y también espía, luchan por su memoria. Y no es el único. El honor, la valentía y el arrojo de estas personas, de héroes anónimos como Richard, el resto de espías de esta red y otras, así como de sus colaboradores, merecen todo el respeto y la admiración. Su trabajo, en pro de la libertad, fue indispensable para la victoria en la Segunda Guerra Mundial y el fin del horror. A ellos les debemos gran parte de nuestro presente.