En el mundo de la gastronomía, de la restauración en particular, los galardones suelen ser bienvenidos. Mucho. Un reconocimiento de alguna sociedad gastronómica por aquí, un premio de alguna publicación editorial por allá y un par de estrellas de la guía entre las guías. Es natural: provocan que se habla del lugar, que aparezca reseñado en prensa, atrae a nuevos clientes, seguramente fideliza a los que ya se tienen, entra más dinero en caja y, al final, a nadie le amarga un dulce. O tal vez sí.
Miquel Ruiz es alguien sincero, llano y franco. «Molt pla», que dirían en las tierras que lo vieron nacer. Pasó por estar al mando del mítico restaurante El Girasol de Moraira, que obtuvo dos estrellas de la guía Michelin en su momento de esplendor. Salió del proyecto, montó el suyo propio, La Seu, pasando por dos ubicaciones de esa maravillosa Costa Blanca, y repitió éxito. Con apenas unos meses en funcionamiento, sin apenas haber dado tiempo a que los inspectores galos se hubiesen pasado por el establecimiento a comprobar la cocina y asegurar su opinión, lo distinguieron con un astro.
Que apaguen los focos
Sin embargo, cuando todo el mundo daba por hecho la llegada de la segunda estrella, el cocinero nacido en el municipio más pequeño de la provincia de Alicante, L'Alqueria d'Asnar, detuvo la máquina de forma abrupta. Pocos lo esperaban. No era feliz y deseaba serlo. La obligación de caminar hacia una supuesta perfección, impostada, marcada de forma externa, no le llenaba, sino todo lo contrario. Aquello a lo que se acercaba no era lo que quería ser.
El Baret de Miquel RuizLos añadidos que acarreaba para su restaurante la condición de estrellado eran una complicación innecesaria para él y su familia. La exposición mediática restaba. La frialdad de algunos comensales que llegaban llamados por los relucientes emblemas franceses cansaba. Todo les hacía perder la esencia. A su cocina le hacía perder la autenticidad. Y como han reconocido él y su mujer en varias entrevistas: aquello no era vida. Fue entonces cuando se apartó.
Se olvidó de perseguir metas alcanzables para su más que sobrante nivel, pero carentes de sentido en su concepción de la gastronomía, su gastronomía, y se dedicó a otros menesteres.Uno de los mejores cocineros valencianos contemporáneos, aunque su discreción lo hayan convertido en alguien sensiblemente menos popular que sus iguales, se embarcó en diferentes proyectos que no llegaron a buen puerto. Probó aquí y allá. Meditó ofertas, proyectos que emprender, lo que tenía ganas de hacer y lo que no. Y se encendió la bombilla. Su sitio era otro muy diferente a lo que los demás, al menos parte de los demás, querían para él.
Aquí se busca la felicidad
En la preciosa localidad de Denia, en una calle tradicional de casas de pueblo con planta baja y primer piso, puso en pie hace cuatro años poco menos que su sueño. Un lugar familiar, en el que él cocinando y su mujer y sus dos hijos a cargo del servicio, se sientan a gustos. Un bar de barrio que acertó en llamar El Baret de Miquel Ruiz, empleando el diminutivo valenciano, en el que se sirviesen los platos que le naciesen y en el que entrasen desde las vecinas de la calle a hombres de la talla del desaparecido Rafael Chirbes, parroquiano del lugar hasta su muerte.
Un espacio con sillas y mesas desparejadas, recuperadas de la basura o derribos y retornadas a la vida con una mano de pintura de colores vitalistas. Lámparas que apenas guardan relación entre ellas. Con una colección de sifones sobre una alta repisa. Con las vigas de madera de la casa la vista. Con un pilar desconchado premeditadamente y una antigua columna metálica pintada de un llamativo azul, en contraste con las paredes blancas.
El Baret de Miquel RuizProvisionándose cada mañana en el mercado de la localidad, a apenas unas manzanas del restaurante, y en la privilegiada lonja local, en él tiene lugar una culinaria sincera, nacida de sus inquietudes, de su forma de ser, del corazón. Al principio comenzó con lo básico: bravas, caballa o alitas de pollo, lo que uno podía esperar de cualquier bar, pero con un toque que elevaban tales imprescindibles en exquisiteces.
Más tarde llegaron las elaboraciones creativas, lo que su cabeza y sus manos le iban pidiendo. Platos que podrían estar en los mejores restaurantes, en cualquiera de la lista de los cincuenta mejores. Recetas que encuadrarían a la perfección en la definición de alta cocina y que, sin embargo, rehúyen de posturas que no van con ellos. Vanguardia y sofisticación de tú a tú, para el pueblo llano, con grandes exponentes como la quisquilla al ajillo con bizcocho de acelgas y wasabi, el sashimi de caballa presentado junto a albaricoque y ajoblanco de almendra, el cuscús con pulpo y pescado a la brasa, el tartar de cigalas con suquet de fessols i naps o el excelente figatell —una suerte de hamburguesa— de sepia.
Miquel Ruiz renunció a competir en las grandes ligas gastronómicas para bajar al placentero fango de la normalidad y, en él, disfrutar como un gorrino. Hacer lo que uno quiere, estar a gusto con ello, sentirse bien consigo mismo, buscar el placer de lo pequeño… es algo bien hecho. El valenciano es un hombre al que felicitar.