La Antártida. El tan frecuentemente olvidado sexto o séptimo continente, según el modelo que escojamos a la hora de dividir la Tierra. El lugar en el que se sitúa el punto más austral de la superficie terrestre. El sitio en el que convergen todos los meridianos. El Polo Sur. A él llegó hace más de un siglo, el 14 de diciembre del 1911, un explorador noruego que mantenía los pies de la tierra como nadie. O en el hielo. El primero en alcanzar aquel enclave y hacerlo, además, con gran éxito. Un personaje histórico con nombre y apellido: Roald Amundsen.
No lo movía ningún afán supremacista, no tenía delirios de grandeza, ni pretendía ser encumbrado como un héroe mundial. Él era simplemente un explorador. El hijo de un armador que se curtió en el mar y en el frío, aunque pasase brevemente por una facultad de Medicina. El que se inspirase en las proezas polares de un compatriota, Fridtjof Nansen, para querer alcanzarlo todo. Una persona como el que escribe o el que lee, sencilla, con sus aspiraciones, pero sin soberbia ni grandilocuencias.
Cuestión de preparación
Su instinto natural era la clave de todo. Lo acercaba a cualquier conocimiento que le permitiese conseguir sus anhelos. Aprender de las técnicas de supervivencia de los esquimales. Conocer los secretos de la navegación marítima. O desarrollar habilidades como esquiador en los más complejos entornos. Todas esas sapiencias, añadidas a la vasta experiencia que acumuló en expediciones como la Antártica Belga, la primera que pasó un inverno antártico completo, o la que logró recorrer el inexplorado Paso del Noroeste, propiciaron su deseo de alcanzar el Polo Norte.
Sin embargo, dos estadounidenses se le adelantaron. O al menos eso afirmaron cada uno por su lado en septiembre del año 1909. Frederick Cook dijo haber llegado en abril de 1908 y Robert Peary justamente un año después. Y aunque la veracidad de aquellas gestas fue cuestionada tiempo después, primero la de Cook pasados unos pocos meses, y en épocas más contemporáneas la de Peary, pese a haberse dado por buena entonces, Amudsen cambió sus planes. Si en aquel momento parecía clara la conquista del norte más norte de la Tierra, su expedición debía dirigirse al Polo Sur.
Partió el 10 de agosto de 1910 del puerto de Oslo, en dirección hacia el sur, aunque sin hacer públicos sus actuales planes. Fue al realizar una escala, en la isla portuguesa de Madeira, cuando lo anunció. Envió un telegrama con la noticia de su expedición e informó al explorador inglés Robert Falcon Scott, que había partido en junio también hacia el enclave austral, de su decisión de alcanzarlo.
Estrategia y visión por delante de Scott
El Fram, el barco con el que el noruego y sus hombres emprendieron el viaje antártico, llegó a la plataforma de hielo de Ross en la Bahía de las Ballenas el 14 de enero de 1911. En aquel lugar establecieron su campamento, que llamaron Framheim, y comenzaron a preparar el verdadero viaje al polo. Los meses de febrero, marzo y abril los dedicaron a montar puestos de avituallamiento en la ruta que iban a seguir. En los cuatro meses de oscuridad que comenzarían en abril, se dedicaron a mejorar los trineos rebajándoles el peso, aumentar las estancias del campamento y disponer todo el equipamiento para la aventura.
El equipo, formado por ocho hombres experimentados y con conocimientos en todos los campos que podían ser necesarios, estaba listo. A la ligereza del transporte y su más que especial acondicionamiento, se sumaba un nutrido grupo de perros de tiro groenlandeses —que además de arrastrar los trineos podían servir de alimento llegado el momento—, ropajes hechos con piel de foca y no de la común lana, esquíes en los pies y una ruta propia que seguir.
Aquella previsión, y sobre todo visión, fue determinante en la carrera con Scott. El inglés partió desde un punto más alejado, siguiendo una ruta conocida. Su equipo era mayor y sus trineos motorizados y poco ligeros. Llevaba junto con los perros pequeños caballos mongoles y estos, además de necesitar comida más pesada que debían también transportar, sudaban. En las gélidas condiciones de la Antártida, aquello era sinónimo de congelaciones y en última instancia, de muertes.
La partida hacia el hito
A pesar de que la Expedición Amundsen partió desde el campamento hacia el Polo Sur tan pronto como amaneció en el mes de septiembre, las bajísimas temperaturas obligaron a dar media vuelta. Aquello provocó desavenencias, divergencias de opiniones y cuando lo volvieron a intentar, el mes siguiente, el explorador soltó lastre partiendo solamente con cinco hombres.
Las exploraciones previas, en las que habían dejado suministros, les sirvieron para hacerse una idea de lo que iban a encontrarse. Fueron haciendo su camino, la ruta que ellos mismos se marcaban sobre la marcha. Buscando el paso que les permitiese atravesar las montañas Transantárticas descubrieron un glaciar, que bautizaron con el nombre de Axel Heiberg, un patrono noruego de proyectos científicos, y tras no pocas dificultades, cada vez estaban más cerca de su objetivo.
Tuvieron que cumplir la previsión de tener que alimentarse de parte de los canes que tiraban de sus trineos, cruzar el temido glaciar del Diablo y salvar zonas con profundas y peligrosas grietas camufladas sobre el hielo. Finalmente, el 14 de diciembre de 1911 hacía las 3 de la tarde, se consumó la proeza. Roald Amundsen y su equipo, tras calcular y recalcular durante varias jornadas la posición exacta, habían llegado al Polo Sur. Allí izaron la bandera de Noruega, plantaron una tienda que acertaron en llamar Polheim y dejaron en su interior una carta para Robert Falcon Scott junto con algunas provisiones para el inglés.
Desde aquella planicie polar, a la que dieron el nombre de plataforma del rey Haakon en horno del monarca noruego, el explorador dicen que ironizó con la siguiente reflexión:
Nunca un hombre ha logrado un objetivo tan diametralmente opuesto a sus deseos. El área alrededor del Polo Norte me había fascinado desde la infancia, y ahora estoy en el Polo Sur. ¿Puede haber algo más extraño?
La vuelta a Franheim comenzó el 18 de diciembre concluyendo apenas un mes más tarde. Los cinco hombres llegaron sanos y salvos, sin ni siquiera congelaciones de falanges. De los perros, en torno a una decena conservó la vida. Tras recorrer en 99 días cientos y cientos de kilómetros, varios miles, lo habían conseguido. Habían llegado antes que el equipo de Scott, del que naturalmente no sabían nada, y habían regresado en buenas condiciones a su campamento. Cinco días más tarde el barco partía hacia tierra más firme y el 7 de marzo de 1912, al llegar a la ciudad australiana de Hobart, anunciaron su éxito. El Polo Sur era suyo.
El desgraciado ensombrecimiento
Sin embargo, pese al hito conseguido, el resto de sus proezas y las exploraciones que continuó realizando, como las aéreas de las que fue pionero, ha quedado relativamente olvidado comparado con Scott. El explorador inglés y su equipo llegaron al Polo Sur, sí, pero más de un mes después de Amundsen. Allí descubrieron la tienda que habían dejado los noruegos, equipamiento para ellos si lo necesitaban y la carta a su nombre. Fue una derrota, más dolorosa si cabe tras la tortuosa travesía que sufrieron y el preocupante estado con el que llegaron a su objetivo.
A la vuelta, faltos de ánimo, con ropa inadecuada, falta de equipo y casi ausencia de víveres, perecieron. Las notas que este había ido escribiendo durante el viaje, los excesos con los que se había preparado, el aura de gesta patriótica para el pueblo inglés que desprendía la expedición y el tono grandilocuente que todo ello provocó, hicieron que a Scott se le viese como una figura heroica.
En contraposición, el noruego, infinitamente menos fantástico, un simple explorador sin más afán que el de superarse a sí mismo, quedó ensombrecido. Era el que lo había conseguido, pero no el que había destacado. Era el que trabajaba en silencio, el que reparaba en asuntos a los que nadie prestaba atención pero que valían la pena para sus metas. Amundsen era ese diamante en bruto callado y discreto. El que no lloraba ni, por tanto, mamaba. Por no destacar, apenas su expedición se hizo dos fotos durante su hazaña. A él, al pragmático, que pese a su esfuerzo se quedó en ese segundo plano, le queda la gloria de ser reconocido como un racional, un humilde, una persona que supo llevar a cabo sus objetivos, más o menos importantes, con su intelecto y sin llamar la atención. Todo nuestro reconocimiento.