Terry Fox era un joven tenaz, perseverante y obstinado. Un chaval como otro cualquiera, nacido el 28 de julio de 1958 en Winnipeg, Canadá, que desde su más tierna infancia había practicado toda clase de deportes. Jugaba al fútbol, al rugby, al béisbol… se interesó por el atletismo y se esforzó duramente con el baloncesto, la principal de sus pasiones. Y en todos quería ser el mejor. En todas las disciplinas su objetivo no era otro que el de superarse día a día. Sin embargo, el cáncer apareció en su vida dispuesto a trastocar cualquier plan de futuro. Tenía 19 años.
Tras haber pasado varios meses padeciendo un molesto dolor de rodilla que con el tiempo iba en aumento, una visita a un centro médico reveló la terrible realidad. Un osteosarcoma, un cáncer óseo, se estaba apoderando de su pierna derecha. El tratamiento, dado el grave diagnóstico, no podía evitar ser sumamente agresivo: debían amputarle la extremidad quince centímetros por encima de la rodilla para después someterlo a un prologado tratamiento de quimioterapia.
Las probabilidades de supervivencia que tenía, tras el largo proceso, eran de un cincuenta por ciento. Pero si se hubiese encontrado en las mismas circunstancias solamente dos años antes, la tasa apenas habría alcanzado un quince por ciento. Entre 1975 y 1977, el año de su diagnóstico, la ciencia y la investigación en torno al cáncer habían elevado las posibilidades de que continuara vivo. El estremecedor dato fue la chispa que encendió la mecha.
Saber que su vida se la iba a deber en gran medida a los avances médicos fue algo que caló hondo en el joven Terry Fox. El 9 de marzo de 1977 se sometió a la operación que le arrebataría la mayor parte de su pierna derecha. A las tres semanas, con ayuda de una pierna ortopédica, comenzaba a caminar. Tres semanas después, jugó a pitch and putt con su padre. Y durante los dieciséis meses que duró el tratamiento de quimioterapia, el joven se incorporó al equipo de baloncesto en silla de ruedas de la Asociación de Deportes en Silla de Ruedas de Canadá, con el que en los años siguientes sería tres veces campeón nacional.
Fueron tiempos en los que su actitud positiva y el ánimo de superación que mostraba fueron determinantes en su recuperación. Una temporada en la que tuvo tiempo de pensar largo y tenido. Meses durante los que vio cómo otros pacientes con diversos tipos de cáncer sufrían e incluso llegaban a fallecer a pocos metros de él, en el centro canadiense donde se trataba, sin que se pudiese hacer nada. Semanas en las que se estremeció con los pocos recursos que se dedicaban a la lucha contra el cáncer. Días en los que se propuso hacer algo.
Un activista que correría contra el cáncer
Fue concretamente la noche previa a la amputación cuando Fox supo de la existencia de un atleta llamado Dick Traum, que solamente un año antes se había convertido en el primer amputado en terminar satisfactoriamente el Maratón de Nueva York. Saber de aquella hazaña lo llevó a querer emularla, pero no de cualquier manera. Aunque a su familia y allegados contaría en un primer momento que iba a prepararse para correr él también una carrera, su plan era otro. Quería recorrer todo Canadá, de costa a costa, corriendo. Completando cada día 42 kilómetros, el equivalente a un maratón. ¿El objetivo? Concienciar sobre el cáncer y la necesidad de la investigación, así como conseguir la implicación de todos en la batalla contra la enfermedad y su financiación.
Durante el verano de 1979, acompañado por un amigo, correría el maratón de Prince George quedando en último lugar. Y en ese momento revelaría a todos su intención de atravesar el país a maratón diario. Lo llamaría el Maratón de la Esperanza. El mes de octubre de 1979 comenzaría la preparación. Primero solicitó apoyo mediante una carta a la Sociedad Canadiense contra el Cáncer, recordando su experiencia en la clínica oncológica y la falta de esperanza con la que vivían muchos enfermos. Más tarde, comenzó a buscar patrocinadores. Y para la primavera del siguiente año lo tendría todo dispuesto. Ford le proporcionó la autocaravana donde dormiría cada noche, Imperial Oil el combustible que necesitaría el vehículo y Adidas el calzado que usaría durante la larga carrera.
El Maratón de la Esperanza
El maratón de Terry Fox comenzó el 12 de abril de 1980 cuando llenó dos botellas con agua del océano Atlántico y mojó en su orilla la pierna protésica, cerca de la localidad de San Juan de Terranova. Una de esas botellas la guardaría para la posteridad y la segunda la vertería al llegar al otro extremo del país, a la ciudad de Victoria, en el océano Pacífico. A un ritmo de unos ocho kilómetros por hora correría cada día, realizando un par de pequeñas pausas a lo largo del recorrido. Las mañanas serían para calzarse las zapatillas y avanzar; las tardes para atender a los medios y realizar charlas, en las que se recogerían donativos.
Terry Fox FoundationLos primeros días, en los que tuvo que enfrentarse a condiciones meteorológicas realmente adversas, fueron realmente desalentadores. Por las poblaciones que atravesaba apenas encontraba muestras de ánimo o interés por su desafío. Eran poquísimas las personas que salían a su encuentro y lo animaban. Pero un pequeño pueblo de diez mil habitantes, Port aux Basques, le devolvió la ilusión cumpliendo uno de sus propósitos: que cada uno de los canadienses diese un dólar para la investigación. Y en esta población se habían reunido alrededor de diez mil. Era una gran noticia
Terry Fox continúo sin prisa pero sin pausa, deteniéndose en cada uno de los lugares a lo largo del recorrido en los que la Sociedad Canadiense contra el Cáncer reclamaba su asistencia. El 22 de junio, poco más de dos meses después de iniciar la marcha, llegaba a Montreal habiendo recorrido una tercera parte de los aproximadamente 8.000 kilómetros previstos. Para entonces, la iniciativa de Fox había recaudado doscientos mil dólares.
Sería en aquellos días cuando un magnate, el fundador y director de la Four Seasons Hotels and Resorts, Isadore Sharp, conocería su historia. Él había vivido de cerca el cáncer cuando perdió a su hijo a causa de un melanoma, apenas un año después del diagnóstico del atleta y activista, y quería participar en el Maratón de la Esperanza. Ofreció al joven y su acompañante, su amigo Doug, que conducía la caravana, alojamiento y manutención en los hoteles de su cadena que se encontrasen en la ruta, además de una donación: dos dólares por cada milla que recorriera. Y fue el empujón definitivo.
Desde aquel momento, los medios de comunicación y la sociedad canadiense pusieron sus ojos sobre el reto del chico. A su llegada a Ottawa durante el Día de Canadá, lo recibió una gran cantidad de personas entre las que se encontraba el por entonces primer ministro del país, Pierre Trudeau. Días más tarde, en Toronto, se repetiría el éxito. Diez mil personas lo esperaban en una plaza y solo en aquel día más de cien mil dólares fueron recaudados. Al sur de Ontario, un famoso jugador de hockey, Bobby Orr, le entregaría un cheque por valor de veinticinco mil dólares en nombre de una compañía de alimentación. Estaba consiguiendo lo que deseaba: la implicación de todo Canadá.
Desgraciadamente, el esfuerzo hizo mella en él. Los más de cuarenta kilómetros diarios perjudicaron el estado de su pierna y su muñón, provocándole toda clase de heridas y dolores. Aunque rechazaba detenerse. No quería realizar pausas, no quería descansar, no quería visitar un médico. Solamente deseaba —necesitaba— conseguir su objetivo.
Pero el 31 de agosto todo comenzó a cambiar cuando contrajo lo que parecía un resfriado, con frecuente tos y visión doble. Esa jornada pudo concluirla, pero la siguiente no. Un grave ataque de tos lo detendría en mitad de la carretera, casi dejándole sin respiración, y tuvo que ser llevado rápidamente a un hospital. Allí los médicos tuvieron que darle, nuevamente, una fatal noticia: el cáncer había vuelto y se había extendido a sus pulmones. En la práctica, desafortunadamente, era el fin de su maratón tras 143 días de carrera, 1,7 millones de dólares recaudados y 5.373 kilómetros recorridos con una pierna, las prótesis y su enorme valentía.
La memoria de Terry Fox
Aquel abrupto final para el Maratón de la Esperanza causó una gran conmoción en los ciudadanos canadienses. Durante las siguientes semanas, en diversos actos organizados para continuar recaudando fondos para la lucha contra el cáncer, se logró sumar a lo ya recaudado más de diez millones donados por particulares, empresas e instituciones. Los meses venideros continuaron acumulándose los donativos y en abril de ese año, 1980, se superaban los 25 millones de dólares canadienses. En septiembre, además, Terry Fox se convertiría en la persona más joven en ingresar en la Orden de Canadá y fue reconocido en toda clase de actos.
Poco menos de un año después de recibir tal honor, durante el verano, su estado de salud se complicaría todavía más. Tuvo que ser ingresado con una fuerte congestión en el pecho que evolucionó en una grave neumonía. La madrugada del domingo 28 de junio de 1981 entraría en coma y poco después, alrededor de las siete y media de la mañana, Terry Fox fallecía sin que los médicos tratasen de mantenerlo vivo artificialmente mediante ningún método. «Terry debía tener en la muerte la dignidad que tuvo en vida», concluyeron. Estaba a un mes de cumplir los 23 años.
Canadá, entonces, se sumió en un profundo duelo. Las banderas de todo el país se mandaron izar a media asta. El primer ministro Trudeau, en la Cámara de los Comunes, reconoció sus méritos y lo definió como alguien inspirador, como «el ejemplo del triunfo del espíritu humano sobre la adversidad». Como la persona que había conseguido articular a una nación entorno a su espíritu valiente, uniendo «a toda la gente en la celebración de su vida y en el duelo por su muerte».
En la actualidad, la memoria del activista continúa viva a través de la fundación que lleva su nombre, que continúa luchando contra el cáncer recaudando fondos para su investigación y concienciando a la sociedad. En su historia, se estima que ha recaudado más de 600 millones de dólares canadienses. Y la figura del corredor, además, se ha convertido en icono. Con numerosas esculturas a lo largo y ancho del país y un memorial en el punto exacto en el que dejó de correr, en Thunder Bay. Siendo ejemplo de lo que significa la palabra «superación». Dejando testimonio del compromiso que todos debemos tener con la investigación médica y la ciencia. Hoy en día, gracias a personas como Terry Fox, una mayoría de osteosarcomas no requieren de amputación y la tasa de mortalidad disminuye anualmente un 1,3 %.