Quién iba a decirle al hotelero Johannes Badrutt que la apuesta que propondría en el año 1864 a sus últimos huéspedes del verano iba a desencadenar el turismo de invierno tal y como lo conocemos, convirtiendo la comuna suiza de St. Moritz en uno de sus más activos epicentros por antonomasia.
Porque este rinconcito de los Alpes helvéticos no estaba libre de turistas, decenas y decenas de británicos lo visitaban religiosamente cada año buscando sus famosas aguas termales, la paz que se siente lejos del mundanal ruido y el aire puro que allí se respira, pero solamente lo hacían durante los meses veraniegos.
swiss-image.ch/ENGADIN St. Moritz
Esta circunstancia fue la que empujó al bueno de Badrutt a dejar sobre la mesa un apetecible envite a sus últimos invitados: si acudían durante el invierno a comprobar cómo incluso durante esa época del año los días eran espléndidamente soleados y secos, alejados de esa nubosidad y humedad de Inglaterra, y la experiencia no era de su agrado, todos los gastos de la estancia corrían por su cuenta.
Dicho y hecho, aquellos británicos fueron aquel invierno, y repitieron al siguiente, y llegaron con más compatriotas 365 día más tarde y los valles de la Alta Engadina se convirtieron gracias al propietario de un hotel, el Kulm para más señas, en el lugar de nacimiento de las vacaciones de invierno en la nieve.
St. Moritz, un siglo y medio después de aquella afortunada apuesta, despliega a lo largo de sus dominios puro lujo invernal. El Montecarlo de los Alpes es elegante, es exclusivo, es chic, es cosmopolita y sobre todo, significativa y especialmente, es lujo, lujo y más lujo.
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El paseo por sus atractivos puede comenzar haciendo check-in en uno de sus impresionantes hoteles del más alto nivel, como el Badrutt’s Palace, perteneciente a uno de los hijos del pionero, que pone a disposición de sus huéspedes vehículos Rolls Royce de impoluto color negro. Podría proseguir con ágapes en excelsos restaurantes como el de Martin Dalsass, de una cocina auténtica y centrada en la materia prima valedora de una estrella Michelin. Y debería terminar de copas en alguno de sus animados y concurridos locales nocturnos con el Dracula Club, seguramente, como máximo exponente.
Sin olvidar el esquí y los deportes de invierno, por supuesto, con más de tres centenares de kilómetros esquiables y grandes instalaciones que le valieron acoger los Juegos de Invierno en dos ocasiones, los años 1928 y 1948; ni los exclusivísimos apartamentos con el sello de los más prestigiosos arquitectos mundiales que se ofertan.
Sobran razones para disfrutar del mejor y más elitista turismo de invierno en la que fue su cuna; porque a St. Moritz le sobran garantías.